lunes, 5 de noviembre de 2012

Perro

Un poco loco para dejarse llevar por el pescuezo, ¿no?, y luego de algunos minutos mover la cola desesperadamente a la misma persona, ahora acariciándote el lomo, aguantándote las ganas para no ladrarle, morderle las pantorrillas hasta que llore de dolor. Un poco loco no cogerle la pierna y lograr una pequeña hemorragia. No, tan demente no es. Naturaleza le llaman. Otros, instinto.

Si es la naturaleza o el instinto, éste no deja de mover mi cola y yo de sacar la lengua mientras el tipo parado frente a mi deja de sonreírme, sentado en su largo y delicioso sofá, que me ha prohibido disfrutar tantas veces con golpes de sus zapatos o nuevamente cogiendo mi pescuezo y lanzándome al vacío de la habitación. Es él, quien mira lento con su pestañeo ese cuadrado lleno de colores y sonidos; quien dice cuidarme, alimentarme, amarme. Es él quien todos mis hermanos y congéneres me alientan a proteger hasta la muerte, en esa tentativa llamada fidelidad, mentira abyecta que busca condenarme a látigos constantes, a burlas generalizadas, a sentimientos de fácil olvido por el trabajo, eso llamado amor, o cualquier otro somero e insignificante motivo necesario para cogerme de la cola y hacerme llorar.

Así es pues, he decidido yo cogerle del pescuezo. No es suficiente de la pantorrilla, de la mano tirana que envuelve en dolor en vez de cariño o alimento. Ahora seré yo quien se acerqué con la lengua afuera, con ladridos fuerte pero reconfortantes, con la cola moviéndose de un lado para otro.

La cola ya no se mueve independientemente, es ahora controlada. Ven, amo, ven. Sigue creyendo que estoy feliz.

Juguemos.