Le llego casi a las rodillas y sus manos me pueden cargar como si fuera un pequeño juguete, un caramelo que puede engullir de un solo bocado. Caminamos por la acera desierta, descolorida, grisácea; la tomo del dedo y mi mano llega a sostenerla con totalidad. Ella me sonríe y la blancura de sus dientes alumbra toda la calle nostálgica, mostrándome sus contornos y augurios. Sus ojos, gigantescamente marrones, me hipnotizan; tienen el tamaño de mi cabeza y mis cabellos largos y oscuros emulan sus pestañas, brillantes y compactas. Pensé y me imaginé tomándola de la cintura, como lo hacía mucho antes, sintiendo sus curvas, su calor, su olor. Tan baja era, tan chica; la cuidaba, la protegía y me gustaba hacerlo.
Pero creció, se volvió tan imponente, tan magnánima, tan incuidable, ya no tan frágil. Tan fuerte. Sus pisadas, sus pies; eran tan pequeños, tan nimios, y los besaba, le encantaba. Sus pisadas ahora gigantes; tiene que esperarme: por cada paso que da ella, yo tengo que dar 5 pasos, muchas veces corro para alcanzarla, o ella camina lento, lentísimo, con sus zapatos especiales, con su ropa especial y ella tan espacial, tan grande. Llegamos a una avenida con mucho tráfico y miles de choferes le lanzan improperios, burlas y sarcasmos; yo ya no trato de defenderla, ella toma aire y arroja un grito ensordecedor, brutal. Todo sale volando: autos, perros, personas, y yo protegido detrás de sus muslos, encogido, cobarde. Casi llegando a sus rodillas.
Me toma con sus grandes manos y me sostiene como a una moneda; me roza contra sus mejillas tibias, frescas, rosadas. Siento su aroma floral, tropical; me pongo taciturno, pero me relajo al contacto con esa gran mejilla blanda y tersa. Me coloca en su hombro derecho y hablamos; tengo sus cabellos que en otros tiempos me enloquecían, ahora me protegen, como una gran tela castaña y olorosa. Su oreja es la mitad de mi tamaño y tengo que gritarle al momento de hablar para que ella escuche un susurro, ella susurra y parece un grito atronador. Conversamos sobre nosotros y nuestro extraño amor, un sentimiento manchado, utilizado, maquinado. ¿Quiénes habrán sido los causantes de tal injuria? Pero no te interesa: tú feliz con tu tamaño; y yo, confundido y triste.
Me devuelve a la acera y camino a su lado indiferente. Soslayo cualquier intento de conversación; desde que obtuvo ese tamaño increíble ha tenido un cambio drástico en su forma de ser. Soberbia y autosuficiente, cree que sigue conmigo por lástima, porque antes moría por ella y hacía cualquier cosa por estar a su lado. Lo que no sabe es que todo se torno al revés: la angustia la tengo yo; no podría esperar verla tan sola y grande. Nadie la querría, nadie la soportaría. Pero es insoportable su actitud, fue así que decidí decirle todo lo que tengo guardado. Le eché un vistazo a su rostro grande y bello y me contengo. Me contengo porque sus mejillas son tan rosadas, porque sus labios son como almohadas carnosas que me retraen y relajan, porque sus cabellos, ayer y hoy, me enloquecen. Me contuve porque la amo.
Y así seguimos caminando hasta mi casa, con sus dedos gigantes que me acariciaban los cabellos, casi lastimándome. Me ponía nostálgico pues antes apenas sus pequeños dedos se podían incrustar en los míos, tocaban apaciblemente mis cejas pobladas. Ya en la puerta de mi hogar se despide dándome un beso volado. Hace ya mucho que dejamos el hábito de besarnos, no lo hace desde ese accidente en que casi me rompe el cuello. Luego del adiós, tuve la determinación de comunicarle todas mis penas y dudas, pero la vi alejarse tan magnánima y gigante; sus pasos, tan estentóreos, eran melodías que yo asimilaba y aceptaba. Tan grande, tan linda, tan lejana: gran amor. Entré a mi departamento con la idea de que mañana la veré de nuevo y que cada vez que vuelva la mirada, me daré cuenta que le llego minúsculamente a las rodillas.
Pero creció, se volvió tan imponente, tan magnánima, tan incuidable, ya no tan frágil. Tan fuerte. Sus pisadas, sus pies; eran tan pequeños, tan nimios, y los besaba, le encantaba. Sus pisadas ahora gigantes; tiene que esperarme: por cada paso que da ella, yo tengo que dar 5 pasos, muchas veces corro para alcanzarla, o ella camina lento, lentísimo, con sus zapatos especiales, con su ropa especial y ella tan espacial, tan grande. Llegamos a una avenida con mucho tráfico y miles de choferes le lanzan improperios, burlas y sarcasmos; yo ya no trato de defenderla, ella toma aire y arroja un grito ensordecedor, brutal. Todo sale volando: autos, perros, personas, y yo protegido detrás de sus muslos, encogido, cobarde. Casi llegando a sus rodillas.
Me toma con sus grandes manos y me sostiene como a una moneda; me roza contra sus mejillas tibias, frescas, rosadas. Siento su aroma floral, tropical; me pongo taciturno, pero me relajo al contacto con esa gran mejilla blanda y tersa. Me coloca en su hombro derecho y hablamos; tengo sus cabellos que en otros tiempos me enloquecían, ahora me protegen, como una gran tela castaña y olorosa. Su oreja es la mitad de mi tamaño y tengo que gritarle al momento de hablar para que ella escuche un susurro, ella susurra y parece un grito atronador. Conversamos sobre nosotros y nuestro extraño amor, un sentimiento manchado, utilizado, maquinado. ¿Quiénes habrán sido los causantes de tal injuria? Pero no te interesa: tú feliz con tu tamaño; y yo, confundido y triste.
Me devuelve a la acera y camino a su lado indiferente. Soslayo cualquier intento de conversación; desde que obtuvo ese tamaño increíble ha tenido un cambio drástico en su forma de ser. Soberbia y autosuficiente, cree que sigue conmigo por lástima, porque antes moría por ella y hacía cualquier cosa por estar a su lado. Lo que no sabe es que todo se torno al revés: la angustia la tengo yo; no podría esperar verla tan sola y grande. Nadie la querría, nadie la soportaría. Pero es insoportable su actitud, fue así que decidí decirle todo lo que tengo guardado. Le eché un vistazo a su rostro grande y bello y me contengo. Me contengo porque sus mejillas son tan rosadas, porque sus labios son como almohadas carnosas que me retraen y relajan, porque sus cabellos, ayer y hoy, me enloquecen. Me contuve porque la amo.
Y así seguimos caminando hasta mi casa, con sus dedos gigantes que me acariciaban los cabellos, casi lastimándome. Me ponía nostálgico pues antes apenas sus pequeños dedos se podían incrustar en los míos, tocaban apaciblemente mis cejas pobladas. Ya en la puerta de mi hogar se despide dándome un beso volado. Hace ya mucho que dejamos el hábito de besarnos, no lo hace desde ese accidente en que casi me rompe el cuello. Luego del adiós, tuve la determinación de comunicarle todas mis penas y dudas, pero la vi alejarse tan magnánima y gigante; sus pasos, tan estentóreos, eran melodías que yo asimilaba y aceptaba. Tan grande, tan linda, tan lejana: gran amor. Entré a mi departamento con la idea de que mañana la veré de nuevo y que cada vez que vuelva la mirada, me daré cuenta que le llego minúsculamente a las rodillas.