jueves, 30 de diciembre de 2010

29 de diciembre

Hoy los colores se cayeron de todos lados. Se cayeron de la pared, del techo, se despintaron los Ray Ban, quedando una mancha blanca dispuesta a ser pintada, coloreada a gusto. Se le cayeron las letras a los libros, las pastas dejaron de ser duras y emularon lenguetas de papel higienico. El sol y el cielo dejaron de brillan y cayeron a las tentaciones de los oscuro, lo pálido, de lo incontrastable. Los sonidos fueron ruido que entran en los oídos con presteza extraña, haciendo explotar los oídos, aterrorizando a los tímpanos. Hoy el tiempo dejó de correr para adelante y corrió para atrás, de espaldas, sin mirar, derribando todo a su paso... Sí, sí, un mal día.

Lo complicado fue atribuir un color especial a aquellos objetos que no entraban en mi banco de memoria. Para simplificar: el sol, el cielo, las nubes, mis RayBans, mis ojos, mi cabello, sus imágenes están tan impresas en mi cabeza que darles su color original es un evidencia, una verdad casi absoluta; a diferencia de mis Converse (que en realidad pueden ser maniatadas de los diversos colores que mi cabeza tétrica les pueda otorgar) o las portadas de algunos libros (que sus originales colores desaparecen de mis recuerdos).

Otro problema fue volver a colocar las palabras en los libros. Aunque supone mayor precisión y severidad, lo tomé como un juego personal al cambiar las historias, o simplemente transgredir en los sucesos ya conocidos. No fue raro leer en un pequeño cuento de Ribeyro que un loco japones que habla con los gatos, busque un prostíbulo verde en pleno New York de los años 50; o leer esa novela que cien años no son suficientes para encontrar una ciudadela en medio de las profundidades de un río de oro, que no es más que una serpientes que le gusta comer cucarachas que se apellidan Samsa.

Sin embargo lo peor fue cambiar mis recuerdos. Como en todos los fin de año, cuesta un poco catalogar cuales son aquellos recuerdos que recuerdos son, y otros que realidad son. Finalmente, en un arrebato de flojera extrema, colo todos mis recuerdos en la caja de zapatos, con el peligro de mantener en mi cabeza los que guardados deberían estar, y haber conferido al baúl algunos recuerdo recientes que me hagan quedar frente a amigxs y familiares como un amnésico en potencia.

domingo, 26 de diciembre de 2010

Día de la torta.

Las tortas están deliciosas, me dice Amalia chupándose con verdadero placer cada uno de los dedos de sus pequeñas manos. No niego que me excita ver sus dedos caer en su saliva dulce por las tortas que le entregue y que acaba de devorar con un extraño placer. Me sonríe con dedicación y se acerca para abrazarme. Mi cuerpo amplio la recibe, mis brazos la enrrollan sintiendo un delgada figura; yo me agacho un poco y ella se empina mucho. Me respira en el oído, haciéndome temblar, sus cabellos ensortijados caen en mi nariz y huelo la misma fragancia que me obligó a comprar los pasteles de fresa que acaba de devorar.

Cuando no son pasteles le llevo chocolates. Aunque su madre me diga que está muy gorda yo la sigo viendo más delgada que los cigarros que me fumo al salir de su casa. Se los come con mirada atenta, vigilante a la puerta, perspìcaz a los sonidos. No comprendo la prohibición de los chocolates y la permisión de los pasteles; por ello se ha hecho hábito llevarle chocolates cada vez que su madre no está. Son las únicas veces que fumo dentro de su casa, que fumo frente a ella. Me mira de una forma complicada, siguiendo el movimiento de mis pulmones al golpear, no perdiéndo de vista la bocanada que se esparce en su pequeña casa colonial.

Aunque la mayoría de veces siempre le llevo pasteles.

Lo que me da un eterno alivio. Las noches de chocolates y cigarrillos causan en mi espíritu una suerte de indomable sentido, sensaciones prestas al desorden. Podía ver en ella la misma figura que yo manifestaba cuando la veía comer los pasteles, disfrutando de sus dedos repletos de chantilli color rosado. Es ella en esas noche del cigarrillo que ve mi pecho inflarse a cada aspiración, a cada chupada del filtro, a cada suspiro que exhala el humo blanco. Sus ojos directos a mis labios que bailotean con el cigarro a punto de consumirse; el chocolate que se mantiene en sus manos, sus labios que se mantienen en suspenso.

Son esos momentos en los cuales quiero cruzar el salón, llegar hasta el sillón donde descansa, romperle la blusa, quebrarle los labios, quitarle el moño y soltar su cabello, que me caiga en la cara, levantarle la larga falda, tocarle las piernas que no llego a ver aún, cargarla hasta la mesa, hacerla mía y que gima como si su madre le diera un reprimenda atroz.

Por eso agradezco que los días del chocolate y cigarrillo sean unos contados días al mes.

Sin embargo ahora la veo, utilizando sus dedos llenos de dulce metiéndoselos presto en la boca, como ese cigarrillo que mantengo y lo hago mío... sí, los días de las tortas.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

22 de diciembre

No comprendía las intenciones que se venían dando cada ciertos días, cada lapso sujeto a un determinado espacio cronometrado, definido por las sensaciones, por los astros o los sueños. Me maté sacando fórmulas e indicios de lo que pretendía, de lo que buscaba, de lo que me esperaba. Desde recuerdos inquebrantables hasta un amor no olvidado, un último bastión de una historia que pretende ser inmortal, sobrevivir a los recuerdos y morir en los pechos infectos de tanta realidad.

Busqué tantas respuestas que me fui envolviendo en una suerte de hipótesis irrealizables, indefinibles, contraponientes unas contra otras. Sucumbí a la imaginación, pretendí darles un brillo real, intencional, con un producto indispensable para las dos partes. No encontré una línea que pretenda darme un respuesta, ni siquiera un indicio de idea a seguir.

Hasta que me revolví en mis propios recuerdos, en mi propia historia y deseos. Sobre la inexistencia de los adioses definitivos (en mi caso y también de alguna otra persona), los motivos de no perecer en la memoria, la necesidad de mantener el contacto, aunque se manifieste como un simple hilo tenso, a punto de cortarse, pero que mantenemos íntegro, para cuando llegue el momento.

lunes, 20 de diciembre de 2010

20 de diciembre

Con pesadumbre renuncio a un amor. Como en casi todos los precedentes, enamorarme no hace más que condenarme a la renuncia, a claudicar; alejarme de sus ojos que crecen cuando me ven, de su cabello que se enreda en mis sueños, de su perfecto tamaño (imaginaba llevándola en el bolsillo de mi camisa, entre boletos y sencillos), de su sonrisa parca que se mostraba cada cierto día en el calendario, de su voz, que conocí poco y me presentaron casi a la carrera, de su holas y chaus que eran el idioma que pertenecía a nuestra extraña sociedad (o a ese extranjero que era yo).

Renuncio porque enamorar, ilusionarme, entregarme a los gustos no hacen más que instalarme cadenas, grilletes que nunca llego a deshacer. Antes de ser un motivo se convierte en un obstáculo, que me ensimisma, me cohibe, me reprime, me subvierte. Antes de ser un impulso es una repulsión, una enmarañada necesidad de alejarme, pero al mismo tiempo sentir las manos caer en mis hombros, los ojos en las mejillas, elos cabellos en las rodillas, la voz en las manos.

Enamorarme es confesar perdida la batalla de antemano, pues cada estrategia se cae a pedazos de ilusa, de estafa guardada en la billetera. Amar es para mí un bocadillo, un trajín que cumplo con dedicación, con soltura, dejándome llevar por una habitualidad que obliga a mantener el paso, a seguir el ritmo; galantear es por el contrario un suicidio, un dolor latente que se aprisiona en el pecho, una sentencia que odio y que no puede ser derribada con facilidad.

Es por ello que dejo esta ilusión a un lado, pues mi pasividad, mi tonta obstinación al miedo que llevo adentro, no hace más que producirme más dolor al dejar de lado tal amor. Mientras ella ronde por los caminos que transite sin que yo tenga la iniciativa necesaria para comenzar con el juego-negocio de compartir sentimientos, ella seguirá siendo esa borrosa, pero a la vez tan nítida imagen, que juega a ser la musa ideal.

A menos que ocurran esos torpes milagros que suceden en probabilidades profundas.

sábado, 18 de diciembre de 2010

18 de diciembre

Los delineados cuerpos que se me presentan los recibo en una diversidad condiciones. Es extraño modificar las misma conducta de mi cuerpo para con los otros, de tal manera que se manifieste de forma correcta hacia un cuerpo desconocido, impropio, lejano, llamativo. Voy tomando elementos significativos del lenguaje corporal para poder identificarme con cierta movilidad, distintas confecciones de la carne, significaciones de la piel.

Sistematizamos experiencias con los cuerpos, organizamos expresiones, almacenamos propuestas. Un cuerpo que se junta pero que tocamos con sutileza, completando las líneas, formando las curvas. Otros que se pegan con astucia, con explosión fantástica, con fuerza sobrecogedora que vamos retroalimentando con necedad. Hay el que brinda cierto permiso, apertura hacia el roce y el toque, sin embargo mantiene la lejana sensación de no pertenecer a las formas que consentimos con encanto.

Pero también hay ese cuerpo que no puedes tocar, que bailotea exento de posibilidades delante tuyo y solo queda observarlo, quedar deslumbrado, casi anonadado, ser el aura que sobre vuela en la piel, que flota a unos centimetros de distancia. Esos cuerpo que casi no dan deseos de tocar, solo contemplar.

jueves, 16 de diciembre de 2010

16 de diciembre

Ayer soñé con L. Como su constitución así la mantiene, la soñé en los brazos de otro, caminando por mi lado sin aspavientos, sin motivos para buscar un indicio que muestre interés sobre mi presencia onírica. Las calles, los salones y pasillos, se presentan acaso como el mapa de nuestro olvido, en el croquis de nuestra perdición; son esos alrededores que, laberinticamente, más que desencontrarnos nos encuentran, siempre en actitud dispersa, continuamente bajo el manto de una mirada ajena.

El sueño no fue demasiado interesante. Fue el simple trajín de mis inquietudes, un marasmo, una vieja rencilla, que vuelve a resugir. Los mismo que su rostro, que parecía perdido en rincones encadenados y baúles con naftalina. Recordé con nostalgia el viejo pretexto de la llamada por un sueño. No sería yo quien la haga; aunque ganas no me faltaron, lo mío se mantiene más en un ámbito más represivo que de oportunidades latentes.
-----------------------
Estoy en busca de nueva musa y P. se presenta como la ideal. Linda sonrisa, mirada profunda, movimientos precisos para condenar mi atención. Se lo pregunté con sorna y me respondió con naturalidad, intentando un atisbo de juego o buscando comprometer mi seriedad por la causa. No protesto, me gusta esa musa.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

15 de diciembre

15 del mes, 12 en punto (ó 00 horas según las veinticuatro horas); he comenzado a escribir en el inicio del día cuando tenía pensado escribir lo de ayer (hace apenas unos minutos, unas cuantas horas). Hablar de lo de ayer me parece ahora tan insignificante, todo ha sido nublado por el cambio de día, ese pasar de un momento a otro, tan significativo, tan importante, pero sobre el cual solo está adscrito un segundo, un suspiro, una bocanada que se disuelve en el aire, que me sigue mostrando los contornos de mi habitación.

De lo de ayer vale decir que la soledad se expande, que ciega pausadamente, despliega cansinamente, aturde el entendimiento, abre la lata de sardina, clava el cuchillo, endurece en estomago, haciéndolo crujir, destruye las muecas, confecciona lágrimas, esgrime miedos y afila momentos. La soledad, en una grado de completa composición de mi figura, me ha invadido.

Y el cigarrillo es la marca característica de este momento. Se completa a mi mano como el instrumento indispensable para llevar acabo el ritual. Es el cigarrillo quien define las diferente variantes de la soledad. Ayer prendí uno a media tarde, otro a media noche; son momentos de extrema reflexión, pero también de constante apreciación de uno mismo.

domingo, 12 de diciembre de 2010

12 de diciembre

Voy creyendo que el fracaso -o mala fortuna, según desde donde se mire- es más una cuestión sistemática más que designada. Más que un absoluto es un relativismo injusto, inconsciente y puesto en marcha por decisiones que tomemos cada segundo. Tomamos un camino a la ligera y las situaciones -buenas o malas- aparecerán ante nuestros ojos, en nuestro corazón.

Los pasos que damos están dispuestos a brindar alegrías y desaires a quienes recaigan nuestras decisiones, acaso nosotrxs mismxs o a los demás. La vida se presenta como aquel cuadro lógico donde las variadas decisiones son valoradas y colocadas, no siempre brindando un tautológico resultado pero sí un absurdo sofisma, que destruye momentos... por solo una decisión.

Es el tiempo quien te muestra si la decisión ha sido buena o mala. Tal vez unas horas, unos minutos... Tal vez unos segundos después de escribir esto.

viernes, 10 de diciembre de 2010

10 de diciembre

Cada vez es más extraño viajar en el Metropolitano. Sus nuevos modos de llevarnos de viaje excitan, pero a la vez inhiben, reprimen viejos hábitos de viaje; vivezas ocultas a la fuerza y moralidad que nos llevan al borde de la ingenuidad. Hasta que aprendamos tendremos que dejar de ser o menos vivos o más ingenuos.

Todo a partir de un asiento rojo y sus miles de denotaciones impuestas a puro trajín de megafonazos al oído. Asiento rojo, prohibido, inaccesible, no permitido por el común de los mortales. Si al rojo le acompañamos el 'Reservado', el asiento queda conferido a un consecución legendaria, un puesto deseable solo posible en un tiempo remoto o en una nueva vida. En cualquiera de los casos, ese asiento rojo se ha convertido en una suerte de objeto alejado e imposible, casi sacro.

Pero eso es lo que nos han querido creer.

Y es que en algunos casos los asientos rojos deslizan sus cualidades con sorna, mientras una decena de individuos contemplan con decidida inquietud el espacio vacío que se les confiere. Observan de reojo a su alrededor la presencia de algún vetusto colega o una panzona promiscua que apropio como suyo el rojo asiento. Nada. Solamente tantos como yo, esperando que alguien dé el primer paso y reducir las normas a simples códigos que merecen ser despreciados.

Por otro lado, estar dispuesto en los asientos comunes nos brinda esa terca disposición a no movernos de ahí, a entregar las moralidades a quienes ocupan los asientos rojos 'reservados' para la ocasión. Que sean los rojos que se ocupen de los viejitos, de las panzonas, para eso están. Y se sienten orgullosos de respetar su espacio, el color ortodoxo que los libera de las presiones éticas.

Sin embargo no faltan los oportunistas que rompen las reglas y se sientan en los rojos -no habiendo ningún reservista, claro está- y los que se paran al ver a un reservista cerca - no teniendo la obligación de hacerlo, dad la cualidad del asiento común que los contiene.

En cualquiera de los dos casos se da esa manía tan nuestra de disuadir lo establecido, de disipar lo de común acuerdo. Trangredir nos hace el viaje tan apacible...

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Ramón y su(s) soledad(es)

Y es que Ramón también convierte un solitario momento en soledades enternecedoras, en silencios que acomodan a la reflexión, que promueven el diseño hierático de los sueños, acomodando frases, construyendo historias, analizando la posibilidad de dar un paso en falso y embarrarse completo, sin lugar a resarcimientos con uno mismo. Esa es la soledad que lo acompaña, que lo arrulla en el camino directo hacia donde ni el mismo conoce.

Una soledad que se explaya y comprime a su alrededor, que entorpece matices, que no da respiro a la visión. Puede que la soledad te acompañe hasta completar la habitación, el bus, que complete el silencio; otras es solo un boleto de bus, una moneda perdido entre los bolsillos, un poema mal escrito, una frase precisa. La soledad puede ser un minúsculo momento o un gran acontecimiento, grados de uno debe aprehender, hacerlos suyos, convivir con los momentos en los que somos uno y el universo, uno y uno mismo, con sus temores, miedos, amores y secretos.

Ramón contempla la noche. Una, dos, tres estrellas son las únicas que se dejan ver en el cielo opaco de tanta luz artificial. Siente un pequeño vacío en el pecho, le tiemblan las manos y los ojos se ensombrecen, aguados. Un bostezo, la soledad muchas veces también aburre.

viernes, 3 de diciembre de 2010

3 de diciembre

Es una tarde gris de verano en ciernes. 3 de diciembre da la impresión de que estuvieramos por la mitad del año, con la diferencia de que ahora no llevo puesto alguna chompa y que estoy enfundado en un par de sandalias que muestran mis pies sin medias. El cielo no hace más que hacerme recordar lo que J. y yo aplacamos en una de esas conversaciones nimias, incomprendidas, sujetas a confusiones -por mi parte, claro-, incandescentes decepciones y diminituos reproches que la soledad -recordando un poco la conversación con J.- disipará.

Es que muchas veces, sin quererlo, casi sin pensarlo e imaginarlo, podemos entrar en ese punto donde las reflexiones, nuestra filosofía de la existencia individual, coincide y se reune para debatir e intercambiar referencias sobre un tópico que nos da la esperanza de comprendernos mutuamente.

Lo que me queda claro es que en este mundo existen dos tipos de sujetos: aquellos que tienen mayor compenetración con la soledad y otrxs que se muestran reticentes y buscan compañía -de las diversas formas que se interpretan desde la subjetividad. Esa pequeña conversación con J. me hizo pensar sobre lo niveles en los que la soledad puede ser importante en nuestra vida en sus diversas grados. Todo a partir de una frase: "Mejor estamos solos; o mejor dicho, mejor estamos en soledad. Suena más bonito".

No solo suena más bonito, sino que especifica mejor la filosofía de nuestra convivencia: No estamos solos, estamos en soledad... y a la soledad hay que tratarla con respeto, pues nos hace sobrevivir.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

De ti, solo lo recuerdo.

Temo cruzar la calle, pero veo a esa mujer tan parecida a ti, el cabello, el rostro, los ojos pegados a él, la sonrisa que intenta darle lucha a la seriedad. Es tan tú, que no puedo dar el primer paso para cruzar la pista sin antes frenarme para no convertir mi día en una serie de reflexiones y recuerdos que me alejarán de la realidad, de mi ya inconsistente día a día, olvidándote.

Lo único que puedo hacer es seguirla de cerca, caminar a su ritmo, con un paso más de adelanto para verle las facciones, ir encajándola en mis recuerdos, en los momentos donde el rostro se hace difuso, donde evocar pierde el olor a naftalina, aclarando mis memorias con ese rostro reluciente que me hace recordarte. El caminar insidioso no completa mi necesidad de poder observarla, de comparar figuras, reconocer reacciones, delinear ojos, boca, nariz, manchas, labios, de instalarte en mi cabeza con una nueva forma, de volver a ti en pequeños intentos.

Cruzar la pista, pequeño, inmenso intento, siempre caminando a tu lado, doblegarme a tus pasos, respirando con ansiedad, el corazón que da un vuelco, casi instantaneo que me knoquea, que me golpea a hacia atrás y que casi sin impulso toco tu brazo, frágil, delgado y tu rostro que voltea, tu cabello que danza por pura gravedad...

- ¿Sí?

Y por unos segundos más tu rostro queda pegado en mi cabeza, difuminándose, desvaneciéndose, perdiéndose en la realidad, en solo recuerdo que intento guardar con tesón, con delicada estupidez. La voz, oscura, indescrifrable, me devuelve a la acera, me hace comprender que no es más que un parecido.

- Lo siento señorita, me hizo recordar a alguien.