Rodríguez y yo comenzamos a establecer
las posibles estrategias que nos permitan meternos entre las piernas de
aquellas dos señoritas que se encontraban al otro lado de la barra. Los libros
que habíamos llevado para iniciar con la esperada primera reunión de la
cofradía habían caído al olvido. Es más, se habían alejado de nosotros para
tomarse un par de birras alemanas que estaban muy de moda por esos días en el
Quimera. Me sorprendió un poco verlos en éxtasis tras la primera ronda: las
palabras parecían salirse de los márgenes y las letras formaban oraciones
soeces, prohibidas e incluso intangibles,
salidas de algún religión olvidada, de alguna lejana estrella, tan lejana
que su resplandor no llegaba a nuestro cielo oscuro de 2 de la mañana.
Nunca se me ocurrió reflexionar
acerca de la personalidad de Rodríguez. Hubiera resultado un tanto aleccionador
ponerme a pensar en qué me estaba metiendo al formar la cofradía con un tipo
realmente extraño; extraño, primero en el sentido de desconocido, y extraño,
segundo, en el mero sentido de raro. Era raro. Cada vez que cruzábamos alguna
pista le daba por recitar algún poema de Vallejo y escupía mientras decía el
nombre de Benedetti. Cuando se masturbaba pensaba en Borges, me dijo un día, no
con ánimo de excitarse –era heterosexual, aunque a veces tomaba tanto que abandonaba dicha
premisa y terminaba construyendo ósculos con algún travesti o cierto amigo gay
con el que frecuentaba la mayoría de las veces-; pues pensaba en Borges al
masturbarse porque la sensación de orgasmo, me dijo, equivalía a una lectura
profunda y reflexiva del ciego argentino. No quise hablar más del tema. Yo me
masturbo pensando en Lexi Belle o en Faye Reagan, le dije. Son la mitad de
poéticas, pero tienen una buena vista.
Sea cual sea el motivo de sus
impulsos extraños, ahí estábamos tratando de conquistar con la mirada a
aquellas dos señoritas que nos miraban a penas, cuando se acordaban, cuando la
mirada diera de puro soslayo o casualidad hacia el espacio que nos correspondía
en el Quimera, esa (o esta) noche. Con dos cervezas –nacionales, nomás- que
cada uno se había tomado, ya nos sentíamos con un ímpetu inusitado, sobre todo
yo que necesito por lo menos 4 alemanas, de las cervezas digo, no de las
extranjeras que andaban por ahí riendo como lo haría Archimboldi; pues, el ímpetu
lo teníamos, cuestión aparte es que tratáramos de utilizarlo para caerle a las
señoritas que buscaban no sé qué en ese ambiente caldeado de necesidad.
- - Ya mucho parloteo –dijo Rodríguez. ¿Vamos o no?
- - ¿Parloteo? En 20 minutos que estamos acá solo
nos hemos dedicado a ver las chicas que están allá.
- - El parloteo de ellas, idiota. Mucho ya se han
dedicado a hablar entre ellas. Comenzará la verdadera conversación. Esa
cháchara no durará mucho mientras estemos nosotros.
Se levantó con el ímpetu hasta el
cuello, cerrado como las incómodas corbatas recién compradas, dio unos pasos y
se volvió para verme, Me hizo un gesto con la cabeza para seguirlo. Me costó
levantarme. Mi ímpetu lo tenía en las pantorrillas, como grilletes. No me dejaban
avanzar, pero lo hice aunque me dolió hasta el orgullo.
Lo que siguió después no lo
recuerdo bien. Entre las sonrisas de Ale y Sonia, que nos recibieron con
entusiasmo, esperando creo a cualquiera que se les acercara primero. Lo que
recuerdo además de las sonrisas son un par de libros volando de un lado para
otro, eructando letras por doquier, sobre todo muchas as y muchas ges y muchas
aches. El tema es que además de eso, del bar ya no recuerdo más. Mi memoria
pareció tomar aliento cuando me agitaba encima de Ale, mientras escuchaba otro
gemido que no provenía de su boca, sino que interrumpía como un eco desde
cualquiera parte de la habitación, una habitación tan oscura que me excitaba.
Ale no me dejaba. Tenía sus
brazos alrededor de mi cuello y sus pies a la altura de mi cara. La apretaba
hacia la cama y cada gemido hacia compas con el crujir de la vieja cama. Yo
seguía en danzar insostenible, incansable. Concentrado en mis pensamientos noté
una ausencia que me observaba. A lado derecha de mi cama, a unos cuantos
metros, otra cama rugía con la misma energía.
En ella, Rodríguez cogía a Sonia
por atrás. La joven se mantenía en cuatro como una gacela a punto de atacar a
su presa.
Fue ahí que le vi el rostro.
La habitación estaba en una
oscuridad casi aterradora cuando le vi la cara, los ojos. Los tenía clavados en
los míos, mientras soltaba breves gemidos.
Sus ojos eran un par de fuegos
esculpidos que se acercaban. Gimió otra vez. Lo único que pude hacer es volver
la mirada hacia Ale, quien se sacudía como un animal. No sé cuánto tardé en correrme
pero no me despegué de los senos de Ale hasta que amaneció. Solo en ese
instante cogí mis cosas, escribí una nota para Ale –la guardé bien adentro de
su cartera para que nadie la encuentre-, le di un beso en los labios apretados
por el sueño y me largué.
Aún sentía los ojos de Rodríguez
acechándome en la oscuridad.
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