domingo, 18 de julio de 2010

El sueño que eres.

Abro los ojos y mi corazón da un vuelco. Un techo agrietado aparece frente a mis ojos nublado como persiana cortante, desgarrando mi realidad y hundiéndola en una onírica explicación. Es un techo desconocido. Un ambiguo cansancio invade mi cuerpo, un cansancio volátil que me inquieta, sostenido por unos ovillos que tienen impreso un deseo, una constante intención de encuentro. Un diminuto brazo se extiende por mi pecho, arqueado, formando un abrazo espontáneo y forzado a la vez. Pequeño brazo que no llega a completarme, apenas tocando con sus yemas la parte inferior de mi axila, señalando invisible mis pulmones. Siento la cama blanca y pálida, me contiene suave, suave, como el brazo que permanece inerte en mi pecho, bailando al ritmo de mi respiración acompasada. La habitación es pequeña, o es la limitada visión que da esta posición en la cama. Podría moverme, pero la simple idea de manifestar mi acción me exacerba. Intuyo que si realizo algún movimiento innecesario con indagaciones absurdas romperá el ambiente cálido que, extrañamente, siento con apacible resignación.

El contacto con la sábana me dice que estoy desnudo, sin embargo el frío no se adentra a mis huesos. Estoy tibio, tibio, como recién salido de horno. Me examino a pura sensación de mi piel con lo que me rodea; es la única forma de hacerlo, por la vista restringida por mi incómoda posición y mis brazos que apenas se pueden mover, sometidos bajo un peso hermoso. Sensibilizo en mi pierna izquierda otro peso que descansa con solemnidad, dispuesto como la pieza de rompecabezas que le faltaba a este triste juego. No es un roce; es un calor que adormece mi pierna sin llegar a molestarme en absoluto. Es la sensación más inefable que haya podido tratar de comunicar. Una simple disonancia en el espacio que, sin siquiera predestinarlo, ha caído junto a mí, como ese peso en mi pierna, en mis brazos, en mi pecho.

Dejo por un momento de lado a aquella sustancia adorable. Intento descifrar la habitación en donde me encuentro y mi cuello no responde. Finalmente sostengo que está siendo obstruido por la misma materia que descansa a mi lado. Solo puedo ver la pared opaca, producto de la oscuridad (¿es noche?, ¿madrugada?) que no distingue en horarios. Una cómoda y un espejo empañado terminan por complementar la imagen que tengo delante. Como si despertara de un sueño, mi brazo derecho se percata que está libre. Cuelga en el borde de la cama. Muevo mis dedos, comprobando que sigo manteniendo la facultad de mi sistema motriz. Esta aparente liberación de mi cuerpo me da alicientes para tratar de mover las demás articulaciones. Muevo mi cuello con confianza, percibiendo un obstáculo en la parte izquierda del rostro; así que dirijo mi faz hacia el lado derecho para hacer trabajar los músculos del cuello, que permanecen tensos por la posición.

Y me vuelvo a la posición de condena. A pesar de ello son mis ojos que tienen la dicha de ver, con el mayor esfuerzo que pudieron haber hecho en toda su existencia, esa ondulada secuencia de misterios y de amores profanos descansando entre la almohada y mi hombro. Ondulada gracia casi marrón profundo, brillante hasta en esa oscuridad de horario incierto. Por fin me llegó el olor de aquello que permanece a mi lado, tan quieto, tan dócil, tan perfecto, como ese aroma, que se desprende de los ondulados cabellos, resueltos en desordenarse todos y apropiarse de cada rincón de la cama y de cada espacio en mi pecho. Mi corazón da un segundo vuelco cuando reconozco esos cabellos; será que despierto realmente en este instante. El tercer, el más peligroso, vuelco que da mi corazón lo siento llegar cuando esa selva encrespada de tanto amarte se disipa y veo su rostro. El último vuelco es el más peligroso; porque lo peligroso es saber que está ahí cuando en realidad nunca la tuve.

***

Y es que en realidad nunca la tuve. Al menos no hasta este instante que duerme junto a mí, abrazándome con más fuerza, clavando las uñas de su mano izquierdo en mi pecha, queriendo arrancar me el pulmón inserto con benevolencia causal. Exijo a mis ojos para llegar nuevamente a su rostro y convencerme de que es ella la que está adscrita en el espacio que ocupa. Su rostro se muestra ahora con todas sus dimensiones: sus ojos entornados, cayendo bajo tus cejas de depilación perfecta que le brinda esa tonalidad sombría, pero encantadora; su nariz aguileña de arquitectura surreal que me hipnotiza; sus labios de espejo carmesí que brillan a la par con sus cabellos ondulados; la piel tersa e inquieta que vibra a cada respiración, siguiéndole el juego a su pecho desnudo de adorables senos que observo con cierta melancolía. ¿Cómo llegué aquí?

Pero la pregunta fenecía por si sola simplemente con verla. ¿Cómo llegó a fundirse conmigo en esta opaca habitación si apenas la conozco? Sonia, es su nombre y la conocí prendida de los balcones parvularios de nuestra universidad. Fue de esos amores que nacen de un solo instante que aparece tras la niebla gris de la cotidianidad, del extenso trajín que congestiona nuestra conciencia, enajenándonos de la realidad. Un pequeño lapso en esa nebulosa fue suficiente para percatarme de su pequeña hermosura colgando de los balcones del tercer piso del pabellón B. Todavía recuerdo los días en que la miraba de soslayo, evitando cruzarme directo con sus ojos y darle pistas de mi alejado amor. Tu caminar acelerado, la mirada altanera que caracteriza a las que se desprenden de su cercana realidad. Así pasaba desapercibido, siendo un invisible para tu ingrato corazón.

Hasta que me nos presentaron. Fue una noche en que el cielo parecía prever el encuentro. Lloviznó aquella noche y sus cabellos eran unos resortes que no dejaban de danzar con tu caminar veloz. Coincidimos con algunos amigos. Sonia, Ramón. Ramón, Sonia. Fue la primera vez que sentí la tersa e inquieta piel. Sin quererlo, esa presentación marcó el inicio para nuestras conversaciones virtuales e inspecciones visuales, siempre lejanas y a la vez significativas. Ibas ocupando un lugar especial en mi piel, en mis huesos, en mis pulmones. No dejaba de pensar un día, de planear alguna fugaz y paranoica forma de cruzarme contigo y soltar un hola lleno de pesada intención; ver sus ojos entornados –como los tiene ahora mientras sigue durmiendo profundamente- y formar una sonrisa mecánica, un hola que nacía y moría entre nosotros, con su pasos militares, derechitos a su clase.

Ese era el trajín que vivíamos sin presiones. Guardaba las demostraciones cursis y los intentos desesperados bien guardados en los cajones de mi habitación. Con ella habíamos experimentado encuentros habituales que no podían predecir un encuentro como el que debimos hacer tenido ahora. Repentinamente, mi pecho se oprime por los recuerdos. Tal vez, lo más probable, por la emoción de verla a mí lado, ver materializado mis sentimientos que forcejeaban en cada saludo por el pasadizo, por cada intención de acercarme cuando te veía colgando del balcón universitario. Es mi corazón, que da un último vuelco a saber que me correspondió sin saberlo, sin siquiera imaginarlo alguna vez.

Y sin saberlo, también supe que este irreal encuentro no duraría mucho; que volvería a la realidad de su encantamiento lejano, de mis tontas ganas de que se enamore de mí con miradas inquietas y saludos pausados. Quiero contemplarla como no podré hacerlo nuevamente, tocarla como jamás lo volveré a imaginar, hacerle el amor, besarla como siempre lo había soñado. Intento mover mi brazo izquierdo, tocar sus cabellos, enredarme con ellos y ondularme contigo en la soledad de este cuarto apagado por la nocturna noche. Es pequeña y pesada; mi brazo inmovilizado carga su forma, la contiene perfectamente. Mi mano se mueve con inquietud, tratando de tocar sus cabellos; no logran su cometido, moviéndose con mayor decisión, haciendo un máximo esfuerzo. Tengo miedo de romper la pesadez, la densa tranquilidad que envuelve este ambiente. Es demasiado tarde. Es tal la intención de tocar sus cabellos que mi brusco movimiento corporal sacude su cabeza, que se mueve pausada, despertando de acogedor sueño que perpetuas juntos a mi cuerpo y alma. No, pienso con dolor, no, no. Se acurruca más en mi pecho y sus cabellos rizados caen nuevamente en su rostro. Tus delicadas curvas se retuercen bajo la sábana, que te envuelven son sofisticación. No, no, grito sin escucharme. Lanzas un suspiro, es casi un gemido y percibo tu aliento cayéndome en el rostro. Aspiro por última vez el aroma de tu encrespada selva de intenciones y desencuentros, mientras mis párpados caen pesados. Mi cuerpo se adormece, ya casi sin intención de tocar su cuerpo; es ella quien mueve por primera vez el brazo que dormía en mi pecho. Lo lleva hacia ella completando esa última caricia que me llevaré a la realidad trágica en donde no te tengo de esta manera. Mis ojos están cada vez más pesados, se cierran sin angustias, todo se vuelve oscuro, una negrura opuesta a la que se vive en la habitación. Mientras voy cayendo en el vacío, en ese letargo que me adormece, veo por última vez su rostro. Su cabello marrón ternura que me deja ver sus ojos abrirse; que me deja ver, como un suspiro accidental de mi subconsciente fantasioso, tu sonrisa de espejo carmesí.



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