jueves, 10 de septiembre de 2009

No perduran... envejecen

A veces, al abrir la puerta del armario, siento que algo me espera con ojos fijos en mis miedos. Una sensación con olor a naftalina y sabor a lágrimas que invade mis sentidos y no permite que dé un paso atrás con fueria, que retroceda sin cierta nostalgia enérgica que abruma mis días, mis semanas.
Ciertos días las puertas del armario están abiertas de par en par; esperando que algún aire fresco y reconfortante alivie el ambiente, que poco a poco los recuerdos vayan escondiéndose en los rincones. Cojo algunas bolitas mágicas más, redondas y blanduzcas, las arrojo con fuerza a lo oscuro y cierro la puerta... Por algunas semanas más.
Muchos me preguntan por qué cultivarlas con las naftalinas, por qué mantenerlas con esas bolas blancas y mágicas, por qué sigo dándoles un espcio en aquel armario vestido con bata y sandalias. No quiero que perduren -respondo-, los recuerdos nunca se olvidan; pero envejecen, cada vez se marchitan más, se corroen, de a pocos pierden su matriz. Yo quiero acelerar el proceso, que huelan a viejo, que sean recuerdos viejos -les digo, mientras guardo algunos recuerdos más de ella en la caja de zapato, y la caja de zapato dentro del armario.

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