sábado, 10 de abril de 2010

Ni te imaginas, chiquita.

Estaba demasiado cansada cuando me dijo sí, sí, búscalo está metido entre las tazas, arriba del refrigerador. Ni siquiera imaginó que mandarme a buscar ahí sería su perdición, su eterno error. Lo vi envuelto en una mantita blanca, bien pegada a la pared, bien escondida. Las llaves sí estaban entre la tazas, pero agarré lo otro y lo guardé bien dentro del pantalón, en el cinto, y me dirigí nuevamente a la sala. La vi una vez más: sus labios pequeños, rosados y gritones, sus ojos que si no caen de dormidos es porque aún no me decidía a hacerlo; su cabello que le cae hasta los hombros y su cara chupada con ojeras y con pecas que solo me enojaban más. La estuve mirando antes de poner la mano en el cinto. Y ella bien gracias. Lo que te esperaba chiquita.

Habíamos peleado toda la tarde. Ni siquiera se calmó cuando tuvimos sexo –no hicimos el amor, tuvimos sexo cruel y despiadado- seguía molesta cuando la tocaba de pelo a dedo, cuando la volteaba hacia un lado y ella mmmm su gruñido, o cuando la colocaba encima y ella mmmm su gruñido. Me vine sin importarme algo sobre ella, con fuerza y una agitación no conocida en mí. Pura crueldad. Seguimos peleando en la oscuridad del cuarto de hotel, mirando el techo rajado por otras maniobras de amor. No quise verla a los ojos, no quise hablar, no quise ni tocarla nuevamente; ella solo farfullaba nimiedades que me provocaban bostezos honestos. Ya nada era lo mismo.

Se lo dije, intentando descifrar por última vez sus molestias, sus ganas de no tirarme más de los pelos, de no jugar con mis lentes. Siguió hablando de cada tontería que estaba escrita en el diccionario. Fue la última vez que la soportaba: en alguna parte de mi cabeza sabía que ella quería terminar con todo esto.

Caminamos unas cuadras bajo la noche que no hacía más que despedirnos a cada uno, a que tomáramos nuestras propias vías. Pero algo quiso que no nos separemos hasta más tarde; fue una pequeña señal que yo tomé con todos su detalles hasta apropiármela. Intentó mandarme a volar en el paradero, con un beso en la mejilla que solo encendió más mis entrañas –por no decir mi corazón. Insistí en llevarla a casa, acompañarla por última vez, tomarla una vez más de la mano como siempre lo hicimos. Aceptó con una cara que mantuvo hasta que estuve frente a ella en su sala, poniendo mi mano en el cinto del pantalón. Me encantó ver esa cara.

En el vehículo no hablamos nada. Intentaba tomarle la mano o poner mi brazo alrededor de su cuello pero me miraba con molestia, insinuaba un mmmm su gruñido y ahí acababa todo mi intento por hacerla una vez mía. Ni siquiera intenté besarla, me alejé de su lado con lentitud, maldiciendo la estúpida decisión de acompañarla a su casa. La hubiera dejado que se vaya a la mierda, pensé con todas mis ganas. Era demasiado tarde y ya estábamos cerca. Las pequeñas luces amarillas pegadas cercanas a nosotros daba la impresión de ver un cielo en la tierra. La vista me hizo olvidar por un momento mi agonía; ella sólo miraba por la ventana el ir y venir de los carros.

Bajamos del vehículo y fue como dejar un gran peso lleno de silencios y situaciones incómodas, de adioses que no debían ser mencionados y de miradas expuestas a otros ámbitos, a otros recuerdos. Fue la caminata más dolorosa de mi vida; ella no dejaba de mirar hacia otras direcciones, de dar pasos largos y rápidos, queriendo llegar a la meta sin retrasos. Yo lento como siempre: lento mi caminar, lento mi mirada, lento mi olvido; sus desesperación era clarísima y no intenté prologar más mi agonía.

La puerta apareció fugaz en mis ojos y ella, buscando las llaves, me daba la espalda dándome por anticipado el adiós, el hasta nunca. Esbozaba un pequeño discurso antes de irme, pero ella me detuvo con la puerta abierta, recibiéndome, ¿entras? Y no entendí nada de nada… tal vez una despedida de novela francesa era lo que buscaba. No lo entendí hasta que hurgaba entre las tazas encima del refrigerador que me llevó para silenciar por siempre nuestro amor, para llevarlo al nivel donde eternos amantes habían renunciado a todo por un sentimiento inmortal.

Nos sentamos en la sala, cada uno en un sillón. Ella me miraba de reojo; yo veía la TV apagada imaginando mi programa favorito en la caja de colores. No decía nada, ni un intento por descifrar razones, ni una pizca por entendernos. Hasta que su voz se hizo de alarma, casi de convalecencia y supe que era el final, oye hay unas llaves de mi cuarto encima del refrigerador ¿las puedes traer?...sí, sí, búscalo por ahí está. Todo lo demás fue como un aclarar en mis ojos, de mi mente.

Mi mano en el cinto, quitándole la manta blanca que lo envolvía. Ni te lo imaginas chiquita, y tu rostro que cambia, tus ojos que por fin me ven. Ahora quieres hablar.

No hay comentarios: