domingo, 21 de noviembre de 2010

21 de noviembre

Domingo otra vez. Nuevamente el cielo gris que tanto nos miente con una primavera de colores, objetos que se pierden en la inmensidad del cielo parco, cómodo, apacible. La tarde está tranquila, sin novedades luego de una noche donde primó el baile, las luces, la necesaria soledad que obliga -un revolver en la sien, apretando fuerte el cañón contra la cabeza- a buscar abrigo, la compañía que se muestran a nuestro alrededor. Las noches me han enseñado que la vida es una eterna dicotomía: bueno y malo, día y noche... y subdicotomías: ausencia y presencia.

La presencia es todo, es el baile, las carcajadas, la bohemia, las luces, la música vibrante en cada pedazo de piel, de tela, de cabello, de sudor.

Pero si el baile te hace ver códigos inesperados, signos incompletos; si las carcajadas no suenan a nada, si las palabras carecen de sentido; si las luces no hacen más que acrecentar perfiles, aparecer sombras a lo lejos; si la música vibrante se confunde con el fuerte latido del corazón, cuando las letras están adscritas en la piel; si la bohemia es un trago amargo por un dolor o un bocanada que deja la mente en blanco... estamos ausentes.

Mi ausencia aparecía por momentos, dejándome llevar por los laberintos del recuerdo, por los momentos que no fueron míos, por las intenciones que dejo pasar. Ausente.

Sí, la noche estuvo divertida; pero siempre deja al final ese sabor amargo-grisáceo, como esta tarde, llena de viejas melancolías.

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