Nuevamente en el Metropolitano después de varios días de viajar incansablemente en vehículos con motores que invitan al desastre, cobradores maltrechos y tráfico inscrito en las calles apretujadas de Amil. Hoy, por juegos tétricos del azar, coincidí con una bella muchacha en el bus. Clara tengo la estación donde subió: Canaval y Moreira, y donde bajó: 28 de julio. Muchacha miraflorina sin mucho esfuerzo de deducción, y que mis ojos confirmaban con intensa disposición: Alta, de contextura regular, blanca, cabello castaño, ojos claros, nariz adornada con pecas, cuerpo creado para la adoración.
Vestía un polo sin mangas ajustado, un pantalón sastre ajustado. Era de mi talla, así que podía verla de frente a los ojos en el momento preciso en que éstos se encontrasen. Mientras, solo podía ver aquellas partes de su constitución que mis ojos pudieran absorber con avidez. Mantener el perfil bajo es una estrategia necesaria en estos casos; alejarme de posturas de viejo verde, de mañoso empedernido, de joven maltrecho por el amor. El azar, siempre a mi favor, nos había colocado, a ella y a mí, en lugares precisos para que cada cual cumpla con su rol a cabalidad.
Volteaba el rostro cada cronometrado segundo para ver si alguna parte de su perfil caída en mi dedicada admiración. Muchas veces choqué con su cabello castaño caerle por la espalda y hombros, sostenido por unos lentes oscuros que hacían de sujetador. Otras, momentos que encandilaron mis pasiones, su rostro me mostraba las dimensiones fáciles que seguramente habrían hecho sucumbir a tantos hombres como yo.
En un momento la media vuelta, terrible decisión. Colocada a mi lado, esperaba que el bus llegara al paradero, que se abrieran las puertas y huir hacia un hipotético departamento con vista al mar, o algún cuartito residencial entre benavides y alcanfores. Ella esperaba mientras yo la observaba sin tapujos, sin sangre en la cara, y sus ojos comprobaban mi inspección, viéndome por el rabillo de su ojo lo insidioso de mi accionar. Me dejé llevar por los rótulos de muchacho de barrio, habitante de cono, acriollado de segunda generación, para no temerle a las represalias de mi conducta.
Una última vista a mi desfachatez y las puertas se abren y ella huyó sin más, mostrándome el vaivén de su historia y de mis dedicaciones a la belleza.
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