martes, 22 de febrero de 2011

21 de febrero

Ver la estrellas fabricó viejos recuerdos de mi niñez. ¿Cómo puede cambiar la constitución de lo que vemos, de lo que percibimos? Cuando era pequeño veía las estrellas con dedicación; descifraba sus formas, contaba sus intentos de infinidad. Creía haber descubierto tres estrellas desfilando en línea recta por el cielo bañado en oscuridad. Decepcionado, desistí de llamarla Trío al saber que se llamaban las Tres Marías. Pero el cielo tenía una eterna variedad de estrellas que llenaban mi cabeza pueril de formas y significados.

Sin embargo lo que recordé con mayor nostalgia es que a las estrellas las tomaba de confidente. Eran como millones de amigos que escuchaban mis penas, ahí quietas, espectantes. Antes miraba el suelo y  hablaba con minúsculos insectos; también les contaba mis pesares, pero, a diferencia de las estrellas, huían a rincones inaccesibles, estrechos. Fue así que el cielo llegó a saber de mis miedos, de mis amores imposibles. Muchas noches esperaba que alguna estrella resbalara de su especial y espacial espacio y callera como una de las que llaman fugaces, aprovechar el momento y pedir ese deseo tan oportuno.

Así de a poco fui amando la noche, su constitución, la soledad, el frío. Hasta que mis noches se llenaron de salidas, de música en mis oídos, de compañía, de calor. Mis historias eran recibidas por oídos sazonados por el alcohol; mis deseos, aplacados por una que otra mujer que resbalaba de su especial y espacial momento, dándome caricias que recibía con solemnidad. La noche cambió, y con ellas las estrellas, que fueron de esas tantas cosas que se dejan en la adolescencia.

Y vi nuevamente las estrellas, siempre mostrándome formas, cada vez con un significado distinto.

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