miércoles, 23 de febrero de 2011

23 de febrero

Soñar no hace más que mostrarme los temores más profundos, las aberturas más dolorosas de mi corazón. Me olvido de figuras terroríficas, de rostros indefinibles que invadían mis sueños de niñez; ahora me atormentan vivencias despreciables, situaciones que fomentan mi depresión. Con tan solo un rostro envuelto en otro, mi noche puede ser brutalmente destrozada.

La vi, dejarse carcomer el alma, permitirse negar la divinidad que le ofrecía, para caer en el juego carnal, en la infamia destestable de otro sujeto que no fuera yo, que incapacitado por ser los ojos que observan y recrean el sueño, no podía más que ser el simple observador, en primera persona, casi omnipresente, pero no omnipotente. Y la veo perder su alma mientras me mira con esos ojos que me destruyen, me congelan; y su cuerpo sostenido y su alma absorbida... y sus ojos.

Me levanto entre maldiciones. Es extraño pensar aún entre dormido y despierto que el sueño continúa, y uno sigue maldiciendo, moviéndose enérgicamente por la cama, golpeando la almohada, gimiendo de dolor. Tan real los sueños, tan cercanos, muy nuestros, excesivos en su vivencia que golpean nuestros temores demasiado enérgicos, dejando una mancha de luz en el cerebro. La imágen que permanecerá por las horas que queden por dormir. 

Sigue el sueño y los ojos, que me miran mientras que su alma es regalada a otro encandilado como yo.

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