Me contaba Elizabeth en sus continuos viajes hacia mí, que le gustaba tener demasiados amigos por la red y en la vida social. Yo no quería ser uno de sus tantos amigos, quería ser algo más y navegaba en su alma tratando de que se enamorara de mí, inventaba personajes avezados y habladores. Esperaba que a través del espejo estuviera sonriendo, esperando el momento de conocerme por fin.
Lo malo era eso. Yo podía dejar de ser todo eso si ella me convencía de hacerlo, pero ser remendado era algo inherente en mí, no era ni roto ni descosido, era remendado; y nunca hay alguien para un remendado. Leticia era un roto, Elizabeth tal vez sea un descosido, pero yo (un remendado) tenía todas las de perder.
Por un momento pensé en abandonar aquella terrible misión de verla y enamorarme otra vez. Pero algo me detuvo, seguro el viento frío que ya soplaba (indicio de buenos sucesos) o la eterna melodía que permanecía en mi cabeza. No lo sé.
A lo lejos, unos cabellos onduleantes aparecían sin permiso...
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