domingo, 10 de mayo de 2009

El verdadero Rey de los Gatos

A veces pensaba que jugar demasiado era un práctica extraña a mi edad. Creerme gato no me daba ninguna escusa para seguir comportándome así: jugando con las piernas de la muchachas como si fueran unos finos hilos de ovillo, o tomar cerveza en el lugar donde se coloca la leche. Tenía pensado que mis habilidades tan distantes a la de los gatos comunes me daba cierta ventaja, cierto poder sobre el resto. Conocía de mi ascendencia gatuna, pero hasta ese instante no me había carcomido la idea de creerme Rey de los Gatos.
Todo había ido tal como me lo imaginé: los gatos me daban pleitesía, venían sin llamarlos, maullaban sin cesar, veían en mí alguien quien les podía abastecer de leche, sobras de algún plato del almuerzo u objetos suculentos para perseguir o destrozar. Todo iba bien, los gatos y su rey... hasta que llego ese tal Julio Cortázar.
Este tal Cortázar aparte de jugar con las piernas de las muchachas o tomar cerveza en pequeños platitos, escribía historia felinas, poemas que encandilaban a las gatas sensuales, debates que escandalizaban a los gatos techeros, aparte de que fumaba habanos, sabía de política, box y mucho sobre el comunismo. Los gatos desaparecían de mi alrededor, es más, ya no tenía a nadie en mi alrededor.
A las semanas me quedé como un gato solitario: andando por los callejones, buscando algún desperdicio que me ayude a estar despierto en las clases de la universidad. Mientras tanto el tal Julio se pavoneaba de ser el nuevo Rey de los Gatos.

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