miércoles, 22 de diciembre de 2010

22 de diciembre

No comprendía las intenciones que se venían dando cada ciertos días, cada lapso sujeto a un determinado espacio cronometrado, definido por las sensaciones, por los astros o los sueños. Me maté sacando fórmulas e indicios de lo que pretendía, de lo que buscaba, de lo que me esperaba. Desde recuerdos inquebrantables hasta un amor no olvidado, un último bastión de una historia que pretende ser inmortal, sobrevivir a los recuerdos y morir en los pechos infectos de tanta realidad.

Busqué tantas respuestas que me fui envolviendo en una suerte de hipótesis irrealizables, indefinibles, contraponientes unas contra otras. Sucumbí a la imaginación, pretendí darles un brillo real, intencional, con un producto indispensable para las dos partes. No encontré una línea que pretenda darme un respuesta, ni siquiera un indicio de idea a seguir.

Hasta que me revolví en mis propios recuerdos, en mi propia historia y deseos. Sobre la inexistencia de los adioses definitivos (en mi caso y también de alguna otra persona), los motivos de no perecer en la memoria, la necesidad de mantener el contacto, aunque se manifieste como un simple hilo tenso, a punto de cortarse, pero que mantenemos íntegro, para cuando llegue el momento.

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