domingo, 26 de diciembre de 2010

Día de la torta.

Las tortas están deliciosas, me dice Amalia chupándose con verdadero placer cada uno de los dedos de sus pequeñas manos. No niego que me excita ver sus dedos caer en su saliva dulce por las tortas que le entregue y que acaba de devorar con un extraño placer. Me sonríe con dedicación y se acerca para abrazarme. Mi cuerpo amplio la recibe, mis brazos la enrrollan sintiendo un delgada figura; yo me agacho un poco y ella se empina mucho. Me respira en el oído, haciéndome temblar, sus cabellos ensortijados caen en mi nariz y huelo la misma fragancia que me obligó a comprar los pasteles de fresa que acaba de devorar.

Cuando no son pasteles le llevo chocolates. Aunque su madre me diga que está muy gorda yo la sigo viendo más delgada que los cigarros que me fumo al salir de su casa. Se los come con mirada atenta, vigilante a la puerta, perspìcaz a los sonidos. No comprendo la prohibición de los chocolates y la permisión de los pasteles; por ello se ha hecho hábito llevarle chocolates cada vez que su madre no está. Son las únicas veces que fumo dentro de su casa, que fumo frente a ella. Me mira de una forma complicada, siguiendo el movimiento de mis pulmones al golpear, no perdiéndo de vista la bocanada que se esparce en su pequeña casa colonial.

Aunque la mayoría de veces siempre le llevo pasteles.

Lo que me da un eterno alivio. Las noches de chocolates y cigarrillos causan en mi espíritu una suerte de indomable sentido, sensaciones prestas al desorden. Podía ver en ella la misma figura que yo manifestaba cuando la veía comer los pasteles, disfrutando de sus dedos repletos de chantilli color rosado. Es ella en esas noche del cigarrillo que ve mi pecho inflarse a cada aspiración, a cada chupada del filtro, a cada suspiro que exhala el humo blanco. Sus ojos directos a mis labios que bailotean con el cigarro a punto de consumirse; el chocolate que se mantiene en sus manos, sus labios que se mantienen en suspenso.

Son esos momentos en los cuales quiero cruzar el salón, llegar hasta el sillón donde descansa, romperle la blusa, quebrarle los labios, quitarle el moño y soltar su cabello, que me caiga en la cara, levantarle la larga falda, tocarle las piernas que no llego a ver aún, cargarla hasta la mesa, hacerla mía y que gima como si su madre le diera un reprimenda atroz.

Por eso agradezco que los días del chocolate y cigarrillo sean unos contados días al mes.

Sin embargo ahora la veo, utilizando sus dedos llenos de dulce metiéndoselos presto en la boca, como ese cigarrillo que mantengo y lo hago mío... sí, los días de las tortas.

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