viernes, 10 de abril de 2009

Brilla, diamante demente (Parte 1)

Me alegro de haber estado siempre cerca de tu locura. Lo estuve siempre, desde pequeño; a pesar de que estaba a tu lado, parecías estar solo, siempre triste. Apenas y reías cuando jugábamos en el patio trasero de tu casa, con todos esos dibujos en el suelo, en el cielo. Tu rostro desencajado, que perduró hasta hoy. Tu pelo desordenado y tus ojos cayéndose en esas tenebrosas grietas que eran tus ojeras. Hoy, 7 de julio de 2007, luego de largas caminatas por las calles de Cambridge, cuando pasabas por mi lado en tu bicicleta eterna, irreconocible, calvo, con las cejas desaparecidas, por fin descansas para siempre y te sumerges a esa oscuridad tan tuya.

- Toma –tus manos tiemblan, me preocupas. Ya habías cambiado demasiado-, esto te va a hacer sentir mejor –y me miras esperando que acepte.
- ¡Deja eso mierda! –sostengo el objeto con ira- Esta cagada es lo que te pone mal. ¿En realidad no puedes dejarlo? Tú sabes que puedes lograr cualquier obra de arte sin necesidad de esto –y tiré ese pedazo cuadrado tan blanco y blando-.
Me miras, me abrazas; parece que en ese instante recuerdas todos nuestros momentos juntos: los juegos pueriles en el patio de tu casa, las travesuras adolescentes, las tardes en la sala de grabación luego de la universidad. Me miras con esos ojos que me intimidan al extremo, con tus párpados que no quieren abrirse nunca más.
- Ya es tarde… Hay un lunático en mi cabeza.

Creo que han pasado unos 54 años, pero yo siento que fue hace 2 ó 3 desde esa tarde de primavera en Cambridge. Tenía 6 años cuando me mudé a ese pueblo y ya aparecían ciertos demonios en mi pequeño cerebro, me perseguía la temerosa idea de no encontrar un amigo. Odiaba terriblemente los cambios radicales fomentados por las ocupaciones de nuestros padres, pero sólo era una simple vocecita de estorbo que aparecía cuando algo no le gustaba. Esa tarde pensé en echarme en mi colchón y esperar a que mi padre armara la cama para dormir hasta crecer unos veinte años. No pasaron ni 10 segundos y escuché el timbre, unos saludos de bienvenida, apretones de manos y una mata de pelos ensortijados y alborotados casi en el suelo. Pequeño flautista. Mi primer y único amigo.

La canción parece explotar. Keith (como yo lo llamo) enloquece con la guitarra y logra hacer unos efectos espaciales y amenazadores. Los demás tratan de seguirlo, pero él ahora cambia, hace sonidos guturales y onomatopéyicos que hacen vibrar al público. La canción acaba con un último rasgueo, como suspirando; suelta la guitarra agitado y se aleja del estrado sin esperar los aplausos de la multitud. Es el 23 de diciembre del 66, en la inauguración del club UFO y he conseguido tomar varios rollos de la banda en acción. Entro tras bastidores a toda prisa y lo encuentro vomitando y moviendo la cabeza de forma salvaje. Algo normal en él en estos últimos meses. Coge un paquete del mostrador, era LSD; ese cubo blanco se derrite en su lengua destrozada y quemada por el ácido. Me mira con ojos a punto de colapsar: “Toma –sus manos tiemblan…

La tarde era más sofocante que ninguna otra en Cambridge.
- Ya no aguanto este maldito sol –dijo Roger-. Si tuviera el poder para taparlo con algo, si mis dedos fueran más grande… o, ¡una idea mejor! Te hacemos crecer el cabello Syd, un gran colchón que tape todo el sol.
Lo miraba entre divertido y serio, una ambigüedad que todo el mundo conocía.
- No hay necesidad, para eso está la luna. Todo puede estar bajo el sol, pero al final siempre es eclipsado por la luna –dijo mirando el suelo-.
Roger sonrió. “Las obras de arte pueden nacer de un parloteo fútil”, pensó.
- Vamos al estudio –le contestó entusiasmado-. Tengo unas cuantas ideas para unas canciones.
- Te doy el alcance –Syd se detuvo, no lo miró a los ojos, ni siquiera al rostro-, tengo cosas que hacer.
Roger quedó solo en la acera esperando que todo sea un broma, esperando que volteara el rostro y con una sonrisa extraña le dijera que todo era un chiste.
Doblo la esquina en dirección desconocida.

Y se fue, renunció a la actividad que más le gustaba hacer desde siempre. No pude descifrar aquella decisión. En la sala de grabación Roger nos contaba lo sucedido. Al ver mi rostro desencajado Richard me dijo más triste todavía: “Por eso te escogimos David, Syd se opaca cada día más”. Era 1968, y Syd no participaba en ninguna sesión de nuestro siguiente álbum. Aparecía de vez en cuando a tocar la guitarra a mi lado o a cantar al lado de Roger. Pero desaparecía al día siguiente y nadie decía algo al respecto; seguíamos grabando, tocando en vivo (con algunas apariciones esporádicas de Syd), pero ya no era igual. Sólo me quedaba recordar al pequeño que se aparecía en la escuela con su guitarra acústica, su cabello desarmado por el viento y sus ganas tremendas de tocar.

Él ya había muerto desde esa vez que apareció en el estudio por el año 1975. Te juro que si alguien me hubiera contado esta historia me parecería difícil de creer; estar sentado ahí con alguien en una habitación pequeña por horas, con un amigo de años y años y no reconocerlo. Estábamos grabando justamente una canción inspirada en él: Brilla, diamante demente, y alguien abrió la puerta de la nada, y, sin decir palabras, se sentó a nuestro lado. Desfallecimos. No recuerdo cuánto tiempo estuve en silencio o cuántas cosas pasaron a mi alrededor; pero él, su rostro, su silueta, parecía haber recibido ese tiempo, caído como piedras que lo único que hacen es herirte más.

Cambridge siempre explota a estas horas. Como siempre, Keith y los chicos aprovechan el momento. Toman sus instrumentos, colocan los amplificadores y tocan en medio del patio de la universidad. Comienzan con Dominación Astronómica, los alumnos enloquecen y los profesores se exaltan ante aquel espectáculo. Roger grita como un loco junto con Keith; Nick y Richard siempre mantienen la calma. Fue una de las mejores presentaciones que vi y lamenté por siempre no haber registrado fotográficamente ese día. En ese instante juré seguir siempre a la banda.
Recuerdo aquella tarde con tanta alegría porque nunca había visto a Keith de esa manera: disfrutando de la música, feliz por hacer bailar a las chicas, por ver el egoísmo de los chicos que miraban el concierto, con ganas de cantar una canción y la siguiente y la que sigue, de componer miles más.
Esa tarde fue clave. Muy pronto vendrían los conciertos en el Club UFO, en RoundHouse, vendría esa maldita firma del contrato con EMI, que haría de esto, lo que él amaba con todas sus fuerzas, un trabajo, una obligación. Nunca más un juego, nunca más la proyección de sus sueños.

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