jueves, 26 de agosto de 2010

En el bus (Continuación)

No veo en su rostro algún síntoma de fastidio. Es más, no veo en su rostro algún signo de reconocerme, de saber que estoy llegando a su lado, de sentarme a su mano izquierda a pesar de que todos los asientos están desocupados. Miro mis manos reposar en mis piernas; de soslayo veo las suyas caer suaves sobre su mochilita tejida con alguna tela de colores. Voy subiendo hasta verle el rostro volteado, viendo sin parpadear. Me confundo en su observar parsimonioso; también me quedo hipnotizado con el juego de luces, sonidos y robots.

Permanezco inmóvil. Es vital para que mi acompañante no vea en mi una pesada molestia, un incómodo suspiro. Ella parece viajar sin presiones, sin objecciones. Falta poco para llegar a mi destino y ella me acepta sin reclamos ni miradas de reprobación. Extrañamente me ha acompañado hasta el final; ¿hasta dónde llegará ella, hasta dónde seguirá? Son cuestiones que me inquietan, que me hacen volver a mirarla de reojo, por el rabillo.

Voy llegando. Me levanto con delicadeza. Veo mi paradero aparecer en el horizonte; trato de apresurarme. Entonces la mano, su mano, que coge mi mano, y son nuestras manos que parecen una sola.

- No te vayas...
- ¿Por qué? ¿Qué pasó?
- No quiero quedarme sola, no puedo quedarme sola.

Y mis ojos que se posan en los de ella. Nuestras soledades, nuestras penas, nuestras paranoicas enfermedades.

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