Me levanté con la taza de café al lado. Todo estaba oscuro, teñido en un cruel manto de incertidumbre. Las cosas a mi alrededor se fueron tornando abstractas, tomaron otros rumbos, carecieron de sentido: se derramó la azúcar, haciendo un desorden feroz, fiel reflejo de mis sentimientos, de mis recuerdos. Se esparcían y volvían a juntarse. Eterno silencio, una idea, una sentencia, y los cajones vacíos, nuestras fotos deformadas, cúbicas; mi cuarto sumergido en un completo azul-naranja. Pretendí no darle importancia, tratar de levantarme, pero nuevamente los objetos y recuerdos fueron desestabilizándome; se agrupaban, se volvían a unir, tomaban formas funestas, mórbidas. Otras divertidas e inimaginables, inexpresables.
Tu nombre, y tu sola presencia en mí parecía ser sólo una palabra, una errata que nunca aparecería en los diccionarios. Un ruido, más bien un rugido, se instalaba en el ambiente: golpes, cortes, crujidos, metafísica pura. Mi cuerpo parecía alejarse de todo, de cada punto en el espacio.
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