jueves, 12 de agosto de 2010

Sentados en una banca

Luis Hernández C., pistola en mano, estetoscopio en cuello, patillas gigantes en cara, me dice que ahora es cuando debo poner presión. Como él, ahora, que ausculta las flores, las piedras, el aire, mi corazón. Ausculta aplastando fuerte la campana contra mi pecho. Estás mal, me dice, con las patillas que le llegan a los ojos. ¿Y crees que no lo sé? Lo pienso, sólo lo pienso porque decirlo sería iniciar su furia, rompiendo poemas, lanzándose a la pista, ensuciando la bata blanca-septica. Lo pienso, como muchas cosas que tengo en la cabeza que no deben salir jamás; son el origen de una nueva sacudida, de una nueva batalla contra la nostalgia, esa que se extirpa con bisturí y con nada de anestesia. Que duele mucho.

Y Luchito lo sabe porque su bisturí fue el que extirpó de a poquitos la tristeza de antaño. El sabe más que nadie las noches en que leía sus poemas en silencio: Mientras existas no podré dejar de escribir lirios... Maldito Luchito. ¡No! Ven carajo, no te tires a la pista, no dije nada... Solo que mientras ella exista no podré dejar de escribir poemas taciturnos, de tener los ojos entornados esperando que ella me mire de algún lado, no dejaré de sonreir aunque este triste, esperando que ella me mire de algún lado, no dejaré de hacer tonterias, esperando que ella me mire de algún lado... y sonría. Mientras ella exista tendré que olvidarla varias veces más, porque nuestro amor parece estar condenado a eso. Sí lo sé Hernández, sé que puedo cambiar el destino... ¡Esa es mi ideología ahora mismo! Si no contradigo al destino, ella no será feliz y mucho menos yo.

Sentados en una fea banca amileña, Luis Hernández C. y yo, hablamos de la vida. Él auscultando flores. Yo amándote.

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