Tengo una terrible necesidad cuando abordo un vehículo de transporte urbano: Necesito sentarme con alguien, sea quien sea, tengo que tener una compañía en el asiento lateral. No han faltado las incontables veces en que el compañero de asiento baja antes que yo. Entonces una extraña sensación de temeridad me absorbe, tiemblo repentinamente y el sudor se enfría, dejándome pálido como hielo en nevera. Sólo me queda levantarme y buscar a alguien más que me brinde un espacio a su lado. A pesar de que la mayoría de asientos están desocupado a esa altura del trayecto, busco un asiento vacío al lado de un parroquiano. Las miradas caen sobre mí y el fastidio del sujeto a mi lado no son de esperar. Pero tengo que sentarme necesariamente con alguien.
Pero me ha sucedido ayer un viaje que jamás olvidaré. Presto en el paradero, la T-35, tan morada como siempre, se detiene dispuesta a llevarme a casa. Subo los pequeños peldaños que me llevarán al pasadizo y un susurro silencio me envuelve, me hace sentir extraño. El carro parece vacío. Por un momento se me pone la piel de gallina, a punto de voltear y gritar para que detengan el bus; pero logro distinguir entre las sombras de los faroles cetrinos a una joven. Mira por la ventana con parsimonia, el juego de luces, las personas andando casi como robots. El alma me vuelve al cuerpo, camino por el pasadizo de metal que salta al compás de los baches, pistas malditas de asfalto desgastado y maltrecho. Voy llegando a su asiento y ella no voltea, voy viéndola en el rostro y ella no voltea, me siento a su lado, sin tocarla, y ella no voltea. No voltea. Me acepta.
Continuará.
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