domingo, 29 de agosto de 2010

Te olvido (primera parte)

Porque es mejor vivir con el eterno resplandor de una mente sin recuerdos.
Siempre tenemos algo que aprender, siempre podemos cambiar de corazón.

 
Luego de esa pelea que tuvieran una tarde de verano arrollador, Ramón presagió que Leticia nunca más volvería a llamarlo con sus movimientos de niña disforzada; fue así que tomó la determinación de olvidarla por completo. Era una tarde de vientos apacibles bañados con rayos solares de inicios de abril, cuando tuvo ese presentimiento que lo golpeó mientras andaba por los pasillos de la universidad. Era la señal definitiva para olvidarla completamente. La luz del sol se apaciguo de improvisto, dejando los pasillos en oscuridad veraniega que desconcertó a todos. Una fuerte brisa otoñal, rara en esos días, golpeó los cuerpos extasiados del feliz reencuentro luego de las largas vacaciones. Ramón se levantó en súbito del banco, contrariando a sus compañeros que reían con anécdotas y viejos recuerdos de años anteriores. La vio. Ya no volverá, pensó, y sólo fue su silueta escapando de esa imagen atroz.

Llegó a casa con los vientos violentos de la tarde, filtrándose con frescura disfrazada de miedo. Entró a su cuarto y, con lágrimas que sustituían los gritos y gemidos de dolor, destrozó cada objeto que la evocara, cada carta que recibió, rompió cada regalo, quemó cada foto. Trató de ahogar cada palabra que tuviera un tono cursi, una sarta de sentimientos puros que no eran más que residuos de un amor, dentro de una gran bolsa negra destinada a la baja policía. Desnudó medio cuarto, dejando sólo sus muebles, su ropa, sus libros y sus lágrimas, que danzaban por toda la habitación queriendo ser sustituidas por tantas más.

No pudo dormir por la noche. La triste idea de no tener una triste idea de que volvería reemplazó a las ovejas saltando la valla. Entre sueños, con los párpados palpitantes en el limbo entre despertar y dormir, recordó la imagen que quedaría en su memoria como un estigma. La vio de la mano con otro tipo, danzando por los pasillos de la universidad. Todo se hizo oscuridad y el viento abrazador se llevo esos cuerpos ajenos, y también lo empujó a él en su huída para destruir cada vestigio de lo que fue un amor de casi 2 años. Eran evidencias de su amor desechado.

Cuando pudo por fin cerrar los ojos adoloridos de tanto llorar, no sospechó que sólo le esperaban más desgracias dentro de su inconsciente. La noche estuvo llena de sueños, con más lágrimas y quejidos que despertaron a su madre en mitad de la madrugada. Lo acobijó con algunas colchas más, le colocó paños fríos en la frente esperando que pueda salir de su onírica desesperación y lloró junto a él cuando, entre sueños, maldijo su existencia al ver a Leticia de la mano de otro ente que no sea él, se condenaba a muerte entre sueños por no haber logrado hacerla feliz. Su madre lo abrazó fuerte y le decía, no Ramoncito, no Ramoncito. Y así toda la noche, hasta que se calmó.

Despertarse el día siguiente fue lo peor que le había ocurrido. No tendría un recuerdo claro de aquella mañana, pero esa enajenada sensación del primer suspiro luego de una noche al borde del colapso sólo pueden conocerla apasionados amantes y perturbados ilusionados del amor cuando sufren desgracias de este tipo. No quiso levantarse de cama, no quiso quitarse la colcha. Buscaba la cadena en alguna parte de la cama para jalarla sin piedad y ser llevado por la corriente, sumergirse en tuberías nauseabundas y no aparecer nunca más. Pero la realidad siempre nos da una cachetada en situaciones paradójicas y complicadas, con una carajeada nos manda a levantarnos, a andar y mirarnos en el espejo aunque no quisiéramos. Ramón bajó con medio cuerpo entumecido por dolores inexplicables y sólo le quedó seguir viviendo.

Su madre lo vio bajar con el rostro descompuesto. El ánimo lo debió dejar en su habitación, pensó mientras lo veía bajar, dando cada paso vacío por la escalera, queriendo tirarse para evitar cada pie en cada peldaño. Lo vio sentarse en la mesa y servirse el café con una lentitud desesperante, con el rostro pegado a su tristeza, con las manos que se mueven porque algo tienen que hacer cuando el cerebro no ordena, cuando no sirve. Comió un pan sin nada y tomó el café de un solo sorbo, se levantó y subió nuevamente al segundo piso, casi arrastrándose, casi dejando su rostro y las pocas ganas que se desparramaban por las escaleras. Su madre lo dejó ir, sin decirle nada, sin preguntarle lo sucedido. Sabía que más adelante tendría una buena oportunidad y que necesitaba dejarlo solo para que encontrara el camino, o la salida rápida, a su terrible pena. Siguió haciendo sus cosas. Por momentos escuchaba ruidos provenientes del cuarto de Ramón; pero decidió dejarlo solo.

Era que Ramón volvió a coger cada uno de los objetos que le recordaba su desgracia y los destruía uno por uno, tratando de que los recuerdos que sobrevivían con ellos sufrieran la misma suerte. Las fotos caían en pedazos, esas tardes en plazas o centros comerciales que quedaron grabadas en papel, salidas a parques de diversiones o paseos en familia, con sonrisas fingidas y situaciones planeadas. Leticia cogiéndolo del cuello, el rostro muy cerca del suyo, con las sonrisas que resbalan en el recuerdo; se corta un brazo y la sonrisa sigue. La imagen de Ramón se aleja de Leticia, con sus brazos a la mitad siguen atenazados en su cuello, una sonrisa es cortada en pedazos, luego todo se vuelve oscuro. La foto hecha añicos al tacho.

Los peluches fueron despellejados y sus intestinos de algodón devorados. Les sacó los ojos y les cercenó las orejas; tenían el recuerdo de un cumpleaños con Leticia corriendo con el paquete pequeño en sus pequeñas manos. Era un día difícil de sol y de pesado cumpleaños. Ramón cogió el regalo, destruyó el papel que lo envolvía y vio los ojos del peluche que ahora tiene en sus manos. Los restos de los peluches están regados en el piso de su habitación. Ramón los colocaba dentro de una bolsa donde serán cruelmente incinerados.

Las cartas sufrieron la misma suerte. Primero fueron flageladas hasta que aceptaron que no eran más que mentiras, que cada poema que le fue escrito, que cada te amo hipócrita y cada juramento de amor eterno no sirvió ni fue cumplido. Las obligó a rectificarse, a decir que nunca fueron reales, que cada día era una mentira escrita en papel. Eliminó las cartas, como las fotos, como los peluches, y se le vino a la mente las noches afiebradas que las leía bajo las colchas de su cama, bajo la luz del faro de iluminación pública. No quiso leer las cartas que le fueron escritas. Sufrieron la misma suerte.

A cada arrebato contra los restos materiales de su relación, Ramón sentía que los recuerdos no se iban con los objetos. Intentaba meterlos dentro del tacho de la basura, pero apenas podía cogerlos en su mente para ser desechados. Sufría a cada intento fallido por cazarlos y todo se hizo imposible. No logro nada si no puedo eliminar mis recuerdos, dijo con los ojos rojos de tanta furia. Lo más difícil fue que a cada tentativa de evocar el recuerdo e intentar cogerlo para desecharlo era seguido por un sentimiento fuerte en su pecho. Aún más difícil de borrar.

CONTINUARÁ...

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